Una conversación en torno a la obra de Gabriel García Márquez (1 de 2)

Traigo a este ámbito la transcripción (aproximada) de mis palabras dentro de un cenáculo que integran preciados amigos (y amigas).

Huelga decir que se trata de un círculo (virtuoso) formado por devotos practicantes de hábitos ya en desuso, obsoletos y desterrados por las mayorías, tales como: intercambiar opiniones sobre temas literarios, promover cursos de apreciación musical, organizar conferencias y exposiciones de artes plásticas y arquitectura, escuchar preludios de Chopin y óperas wagnerianas, etcétera, etcétera.

Si acaso algún distinguido lector se sintiera molesto con el tenor de las ideas aquí expresadas, es obvio, tendrá siempre la opción de abrir una puerta de la aeronave y lanzarse al espacio con rigurosa libertad (en tal caso, es recomendable no olvidar el paracaídas).

La épica, o epopeya, es un género literario en que se narran los hechos y las hazañas bélicas de un personaje, o de diferentes individuos, que la sociedad ha considerado heroicos. En la antigüedad, la descripción de estas aventuras las realizaban los aedos, o rapsodas, quienes cantaban sus historias legendarias acompañados de instrumentos de cuerda. Los practicantes de este oficio se decían inspirados por las musas.

Los primeros rapsodas no conocían el alfabeto, de ahí que aprendieran de memoria todas las composiciones que declamaban. Era una labor parecida a la de los juglares medievales. El sonido de la música y la cadencia del lenguaje ayudaban a la memorización del texto.

Homero es el nombre con que se conoce a un aedo del siglo VIII a. C., quien compiló y divulgó, en dos grandes poemas épicos, las numerosas tradiciones orales atesoradas por el pueblo griego. Estas magnas creaciones, que constituyen la base cultural y literaria de Occidente, son la Ilíada y la Odisea. Obras fundacionales las dos, compuestas hace unos tres mil años, tienen como escenario la guerra de Troya, un conflicto originado por el rapto que efectuara Paris, príncipe de Troya, de la bella Helena, la esposa de Menelao, rey de Esparta.

Tres o cuatro siglos después de la epopeya homérica, la tragedia teatral otorga de nuevo a la poesía griega la capacidad de abrazar la unidad de todo lo humano. Se ha dicho que la epopeya y la tragedia son como dos enormes formaciones montañosas enlazadas por una serie ininterrumpida de cerros menores.

Homero y los mitos constituyen el trasfondo de la universalidad de la vida griega; digámoslo mejor: la erudición de su época. En palabras de Hegel, Homero es “el elemento en el que el mundo griego vive como el hombre vive en el aire”.

La tragedia, igualmente, es el compendio de toda la experiencia adquirida en religión, filosofía, arte y política por el mundo helénico. La tragedia se levanta a medio camino entre Píndaro y Platón, entre el héroe de la casta y el héroe de la libertad: entre el Estado como territorio y el Estado como idea. La tragedia viene a ser la rectora del pueblo y hasta responsable de su conducción, mucho más que los gobernantes. Los trágicos desempeñan para el alma griega una función semejante a la de los profetas judíos.
Esquilo, quien viviera entre los siglos 5to y 6to antes de Cristo, es el primero de los tres grandes autores de tragedias teatrales. La obra de Esquilo, junto a la de Sófocles y Eurípides, representa todo un compendio pasado y presente de la vida helénica, esto es, todo el universo humano descubierto hasta aquí por Grecia.

Esquilo incorpora en su teatro la totalidad de aquella dialéctica terrible según la cual el bien lleva al mal, por lo mismo que provoca la insaciabilidad del disfrute, la ‘Hybris’ que fue el “pecado de los griegos”, y según la cual el castigo, o ‘Tisis’ divina, es la fuente del conocimiento verdadero.

La felicidad es bella así como estúpida: se ignora a sí misma y nada enseña. El bien se realiza impensadamente, por encima de los individuos. Prometeo padece, pero gana para los hombres una chispa de la llama celeste. El tema de Esquilo es que la victoria se compra con dolor, que la felicidad inmediata no puede ser la última razón de la conducta, y que, finalmente, sólo se salvan los que están dispuestos a perderse. Prometeo en la roca constituye la cumbre de tormento y grandeza hasta donde el pensamiento helénico ha logrado encumbrar la imagen del Hombre.

Desde diferentes perspectivas, hay rasgos en el universo mítico de Gabriel García Márquez que lo acercan al tosco arcaísmo y a la pétrea rigidez de los personajes épicos y trágicos, respectivamente, de Homero y de Esquilo.

En la mezcla de realidad y fantasía de los poemas épicos de Homero se amalgaman elementos tangibles con hechos fantasiosos que exacerban el carácter mitológico de la narración. En la Ilíada y la Odisea hay innumerables intervenciones de dioses, de profecías y oráculos, de personajes misteriosos y extraños, como cíclopes, sirenas, etc. Intervienen aquí, asimismo, seres divinos, dioses y semidioses, tanto como deidades menores, quienes participan activamente en la acción dramática.

También en el universo de García Márquez, como en la escena homérica, se hacen pedazos las fronteras que separan la realidad de la irrealidad, lo posible de lo imposible.

En la Troya anti-heroica de Macondo hay alfombras voladoras que pasean a los niños sobre los techos de la ciudad; imanes gigantes que, al pasar por las calles, arrebatan las sartenes, los cubiertos, las ollas y los clavos de las casas; galeones varados en la maleza, a doce kilómetros del mar; una peste de insomnio y de olvido que obliga a los habitantes a marcar cada objeto con su nombre (en la calle central un letrero recuerda: “Dios existe”); gitanos que conocen la muerte pero regresan a la vida “porque no pueden soportar la soledad”; mujeres que levitan y ascienden al cielo en cuerpo y alma; parejas cuyas fornicaciones formidables propagan en torno suyo la fecundidad animal y la feracidad vegetal.

Todo esto, además de un héroe, inspirado directamente en los cruzados de los libros caballerescos, que promueve treinta y dos guerras, tiene diecisiete hijos varones en diecisiete mujeres distintas (que son exterminados en una sola noche); escapa a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento; sobrevive a una carga de estricnina que habría bastado para matar un caballo; no permite jamás que lo fotografíen y termina sus días, apacible y nonagenario, fabricando pescaditos de oro en un rincón de su casa.

¿Cuál, acaso, sería la originalidad del cosmos garciamarquiano, que a simple vista ha de parecernos estructurado con formulaciones añosas provenientes del gran Homero? ¿Y, por qué no decirlo, a ratos prescrito este universo, también, con la implacable inexorabilidad del mundo de Esquilo?

El inmenso valor de la obra de Gabriel García Márquez, específicamente de ‘Cien años de soledad’, consiste en que las acciones y los escenarios, los símbolos y las visiones, las hechicerías, los presagios y los mitos que atraviesan esas páginas embrujadas están profundamente vinculados a la realidad de nuestro continente: se nutren de ella y, al transformarla, al transfigurarla, la definen con una profundidad incomparable y abismal.

¿De qué instrumentos, pues, se vale el escritor colombiano para materializar en forma de palabras el universo mítico de un continente en el que sobrevuelan las visiones del viejo indio montaraz, los siseos de la negra Manuela (nodriza del Simón Bolívar acorralado), las rudezas del indiano gachupín, junto a las mustias parquedades del criollo sobre garbosa montura?

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