Ha vuelto a ponerse de moda la palabra “lucro”, que al decir de muchos políticos es incompatible con toda obra de bien colectivo y es una de las causas de las grandes desigualdades sociales que caracterizan la sociedad en que vivimos. Cuando el lucro es producto del tráfico de influencia, la corrupción administrativa, el narcotráfico, la prostitución, el juego y otras prácticas criminales y viciosas, la definición le viene al dedo. Pero la satanización del lucro proveniente de una operación o negocio lícito es una de las razones que explican el subdesarrollo material de muchas naciones.

En la clase política del país se entiende que el papel estatal en el ámbito empresarial no debe perseguir fines lucrativos, es decir utilidades y niveles de rentabilidad que se hacen necesarios en todo proyecto privado. Esta estrecha visión es lo que explica la quiebra de la empresa pública y la pésima calidad de los servicios que el Estado, entre otras palabras la mayoría de los gobiernos, han ofrecido desde los mismos inicios de la república.

El caso es que no puede concebirse el éxito en los negocios o en cualquier actividad profesional, en los deportes, en el arte, la cultura y el periodismo, inclusive, si no lleva consigo grados aceptables de rentabilidad que permitan la reinversión y la adecuación de las mismas a los avances de la tecnología y los cambiantes tiempos que las leyes de la vida imponen.

Lo que sí está sujeto a discusión es el uso que se le da a las utilidades. En la esfera privada, la parte lucrativa del negocio se distribuye entre los dueños y los trabajadores. En nuestro país, en cambio, la tradición ha sido que en la esfera estatal los dividendos de la acción empresarial se quedaban en núcleos más reducidos, lo cual explica todavía la suerte de la empresa pública. Y a lo largo de nuestra historia el sorprendente cambio de estatus de muchos ciudadanos.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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