Existe una categoría, ya en vía de extinción, por suerte, dentro del género humano que se autoproclama, o se cree infalible. Ese prototipo de hombre es un espécimen que mira y mide a los demás hombres con el equivocado presupuesto -histórico-antropológico- de que sólo ellos son depositarios y detentores de la inteligencia y del saber. ¡Vaya presunción absurda y
retorcida de la evolución humana!

Así, he sido testigo de la existencia y accionar de esa categoría-mito que se expresa en todos los ámbitos de la vida en sociedad. Por ejemplo, el hombre infalible no admite ni tolera que alguien tenga la razón aún sobre un tema trivial o de poca relevancia. Por lo general, sus argumentos y razonamientos son fulminantes, concluyentes e inapelables, so pena de correr el riesgo, el que lo contradiga, de pecar de ignorante, analfabeto y falto de lógica.

En ese contexto o, autocomplacencia, el hombre infalible es una suerte de gurú o filósofo antiguo; aunque sus dominios estén referidos a una sola asignatura por más que se empecine en exhibir y demostrar saberes infinitos que, de antemano, sabemos que no posee. A nadie engaña, pues.

Sin embargo, y muy a pesar de su pretendida superioridad, el hombre infalible -casi siempre- carece de la adecuada prudencia, y comete, con inusitada frecuencia, el craso error de subestimar y de etiquetar a todos a su alrededor, obviando u olvidando que, el que no es apto para una cosa bien podría serlo para otra.

Lógicamente, hoy día, desconocer ese principio elemental, equivale a ser más que un lego en materia de gerencia de recurso humanos, una mentira de la edad de piedra.

No me imagino cómo sería someterse a los caprichos, deseos e intereses del hombre infalible -que puede ser un gerente, un “líder”; pero más que todo, un jefe (entendido en su acepción más autoritaria y praxis mas retrógrada)-. Probablemente, ese mundo esté poblado de órdenes, vejaciones, y excesiva rigidez mental, sin contar; por supuesto, con berrinches, exabruptos, insultos y cambios temperamentales cuando las cosas no salen bien, o marchan por rumbos imprevistos. O no pocas veces, cuando descubre que los demás no son tan tontos como pensaba o suponía.

Para concluir, cierta vez, le pregunté -a un viejo amigo que, a la sazón, disfrutaba, según él, de tener un amigo infalible- que: ¿cómo era la relación de amistad (¿?) entre ambos? Me la sintetizó con una escueta oración: “Es como una carretera de una sola vía: nadie viene, excepto, él mismo”.

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