Debió ser sorprendente cuando el famoso siquiatra Antonio Zaglul tituló su obra “Mis 500 locos”. Esto así, pues “loco” no es un término médico y mucho menos científico.

Aunque el término “locura” hace referencia al trastorno o perturbación patológica de las facultades mentales de una persona, el término “loco”, es denigrante.

Por esta razón, personas con niveles educativos elevados, jamás utilizarían un calificativo, hasta cierto punto peyorativo como el antes citado, aunque para sus adentros, las características que observan en su interlocutor se correspondan exactamente con el patrón de conducta de un “loco”.

Los profesionales de la conducta humana explican que las personas atraviesan por diferentes niveles de comportamiento antes de llegar a un estado irremediable de demencia.

Cuando se mira a la locura desde la perspectiva de una enfermedad terrible que hace desaparecer toda la esencia y el ser de quien la padece, definitivamente que nadie quiere estar “loco”, ni quiere ver en ese estado a alguien a quien ama.

Sin embargo, es envidiable ese estado de inconsciencia en que vive quien ha perdido la razón, la felicidad de vivir en esa “realidad ideal” tan propia, la “naturalidad” con que se proclaman dueños de todo y carentes de nada, esa libertad de hacer y decir, la despreocupación por los problemas cotidianos, los mismos que, quizás, en el pasado constituyeron una de las causas de su estado actual, su manera de hacer las cosas como quieren, sin medir consecuencias, sin morir en la víspera, como lo hacen los “equilibrados”, sin evitar palabras por preservar privilegios, como lo hacen los cuerdos.

Visto así, estar loco no es tan malo. Así me lo confirma aquel que describió Cortés en una se sus canciones.

Aquel que llegó a pensar que podía volar igual que las gaviotas, libre en el aire, por el aire libre.

Aquel que pensó que era sencillo construir castillos en el aire, a pleno sol y con nubes de algodón.

El mismo que llegó a aquel lugar a dónde nunca nadie pudo llegar usando la razón. A ese que condenaron por su “chifladura”, a convivir de nuevo con la gente, por temor a que se volviera contagioso tratar de ser feliz de aquella forma.

Aquel que que pagó caro su osadía y por ello le fue impuesto como camisa de fuerza un ceñido “traje de cordura”.

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