El capítulo 27 del Evangelio de Mateo narra con claridad aquel proceso inquisidor mediante el cual los sacerdotes, los ancianos, y una multitud enardecida, que decía representar a Dios, llevaron a Jesús ante Pilato para que le juzgara y le condenara por blasfemia debido a que en sus prédicas diarias Jesús decía ser hijo de Dios.

Desde el primer momento, Pilato, gobernador juicioso e inteligente, se percató que todo aquello era un chisme de Caifás en contra de un joven predicador que sólo se dedicaba a hacer el bien a los pobres y a los enfermos, y por ello desde el principio advirtió que aquel hombre no tenía culpa alguna, ni había violentado ley romana alguna.

Como en el día de la fiesta era usual que el gobernador liberara algún preso a solicitud del pueblo, Pilato, tratando de salvar a Jesús de aquella inquisición sacerdotal y de aquella multitud irracional, mandó a traer a Barrabás, que era el presidiario más despreciado de entonces, para a seguidas preguntar a la multitud que a quién querían que se le diera la libertad, si a Jesús o a Barrabás, seguro y confiado Pilatos, que al comparar a Jesús con el peor ser humano que había en Jerusalén, la decisión de la población sería evidentemente la liberación de Jesús, pues una sociedad pensante bajo ninguna circunstancia pediría liberar a un delincuente y sacrificar a un joven predicador de la palabra de Dios; pero los sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud que pidiesen la liberación de Barrabás, y la crucifixión de Jesús, y fue ahí cuando la historia de la temprana sociedad cristiana comenzó a entender que cuando se cierran las puertas del buen juicio y de la razón no hay forma alguna de tomar una correcta decisión.

Viendo Pilato que con sus alternativas nada lograba, y que cada vez el alboroto de la multitud era mayor, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros, y la respuesta de la gente no pudo ser más contundente: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.

Sin embargo, desde aquel entonces, la misma sociedad que cometió aquella barbaridad, asumió y difundió como descargo de su crueldad el concepto de que Pilato había actuado cobardemente, porque, en lugar de lavarse las manos, debió imponer su autoridad ante la irreflexividad de aquella comunidad congregada en turba imprudente y sedienta de sangre inocente.

Pero, ¿Por qué la gente pensante debe asumir el lavado de manos de Pilato como una ignominia moral?, cuando debíamos elogiar a ese gobernador que con su accionar se atrevió a decirle a la turba: ustedes serán los únicos culpables de la muerte de un hombre inocente, pero yo no. ¿Por qué en el presente sigue pensando la gente que el lavado de manos de Pilato fue un odioso acto de cobardía?, cuando aquella acción fue un gran gesto de valor que desafiaba a la irreflexiva multitud que le pedía a gritos: crucifícalo, crucifícalo.

Es evidente que la gente siempre busca a un culpable que asuma sus grandes errores; del mismo modo en que siempre se busca la piedra que rodó y se atravesó en el camino para hacernos tropezar y caer; y las comunidades siempre buscan en el río y en sus grandes crecidas las culpas de los desastres naturales que afectan a quienes desde hace décadas viven a orillas de ríos, aún a sabiendas del alto peligro; estando claro que las sociedades siempre buscan a un chivo expiatorio que muera en el desierto para lavar los grandes pecados humanos.

En el caso de la crucifixión de Jesús, la sociedad cristiana sabe que la sociedad judía de entonces cometió un grave error, y aunque los más ortodoxos cristianos plantean, para exonerar a la sociedad de aquella barbaridad, que así estaba escrita la voluntad de Dios, lo que en la realidad constituye otra justificación para tratar de librarnos de las culpas de la crucifixión impuesta por la población sobre la voluntad de Pilato, lo cierto es que durante dos mil años la sociedad ha estado transfiriendo toda la culpabilidad de la crucifixión a un Pilato que en el justo momento supo guardar distancia pública de aquella crueldad, y mostrar su total inconformidad con la errónea decisión tomada por la población, y aunque es bien sabido que Pilato luchó hasta el final por salvar a Jesús, siempre se ha preferido transferir a Pilato la mitad de las culpas de las inconductas de una sociedad que desde sus orígenes siempre ha sentido placer al ver morir, de forma cruel, a quien en un momento de la vida no le cae bien, y transferir la otra mitad de las culpas a su propio Dios, sobre la base de que Dios decidió sacrificar a su propio hijo como forma de perdonar nuestros pecados.

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