Si la rivalidad entre los principales partidos del país crece y endurece y no se modera el tono de los discursos, debemos prepararnos para una campaña ácida con fuertes enfrentamientos verbales. De ahí a la confrontación física podría quedar apenas un pequeño trecho muy fácil de alcanzar. En ese escenario vendrían inevitables impugnaciones al final del proceso, lo cual le restaría legitimidad al gobierno nacido de largas y extenuantes jornadas caracterizadas por pugnas y acusaciones personales y una pobre exposición de ideas y propuestas creativas. Esa ha sido, penosamente, nuestra experiencia electoral.

La campaña ideal sería aquella que estuviera impregnada de compromisos con la estabilidad de la nación. Y no me refiero a los pactos entre dirigentes de partidos que siempre se desconocían antes incluso de que la tinta con la que estampaban sus firmas se secara, sino al no escrito sostenido en una firme voluntad de velar por la estabilidad social, política y económica del país, lo cual no es fácil cuando las ansias de poder dominan el discurso político.

Debemos evitar el riesgo de descender a un nivel que saque de agenda la importancia de ese compromiso, impidiendo que la ley de la selva termine imponiendo sus reglas. De ahí la importancia de abrirle paso a la moderación y permitir que ella trace las pautas de una campaña singular con normas y plazos sin antecedentes en nuestro historial político.

Los estrechones de mano no son muy comunes en la lucha política nacional y se hacen más difíciles cuando se extiende la mano con el puño cerrado. La caballerosidad no es frecuente en política, pero un poco de ella tendría un efecto tranquilizador en los meses duros de campaña que nos esperan.

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