Palabras de Pedro Delgado Malagón en la presentación del libro “En busca de la libertad. Mi lucha contra la tiranía trujillista”, de Poncio Pou Saleta. Reproducidas ahora a propósito del 60 aniversario de la gesta del 14 de Junio de 1959.

Poncio Pou Saleta me ha brindado el altísimo honor, la alegría emocionada de pronunciar algunas frases en esta noche singular; en esta ocasión tan especial en que nos congregamos para hablar de libertad y de heroísmo, pero también de generosidad y de pulcritud sin confines. Poncio, repito, nos reúne a todos aquí para ofrendar sus recuerdos y entregarnos la narración de su vida, que es como darnos por entero su corazón de patriota y de ser humano insigne.

En esta obra, ‘En busca de la libertad. Mi lucha contra la tiranía trujillista’, él realiza una hazaña por partida doble: primero, nos hace revivir y nos traslada, con verbo fácil y desenvuelto, hasta el tiempo ominoso de la autocracia trujillista. Y a la vez, como un legado, trae a nosotros el testimonio de una vida consagrada a los motivos más nobles de la existencia humana: la libertad y la decencia. Creo, sin embargo, que la amorosa pasión sembrada en este libro permitiría una lectura aún de más grave resonancia; acaso como incursionar en el relato homérico de una proeza: el de esa gesta perpetua que, sin reproches, ha sido la vida de Poncio Pou Saleta en defensa de la dignidad de los seres humanos.

Tataranieto por línea materna de Fernando Valerio, paladín de la batalla del 30 de marzo, él nos dibuja de este modo su espacio familiar: “Nací en un ambiente eminentemente liberal, democrático, con una familia amantísima y de gente agradable, donde se vivía siempre en permanente fiesta”.

Todavía niño, a Poncio le toca observar a José Estrella en la asonada del 23 de febrero de 1930; y contemplar, asimismo, meses después, los cadáveres sangrantes del poeta y político don José Virgilio Martínez Reyna y de doña Altagracia Almánzar, su esposa embarazada. La juventud de Poncio es sacudida por los asesinatos de la familia Patiño y del general Desiderio Arias.
Luego, su vida se estremece con el crimen de los jóvenes Nicolás Cantizano y Carlos Russo, y con el homicidio de don Cheché Morel. Más tarde, con tan sólo 14 años, la brutalidad de la dictadura toca con estruendo las puertas familiares cuando su padre, Julio Victoriano Pou Pérez, es asesinado gratuita e inexplicablemente por los sicarios del trujillismo.

En esa matriz de brutalidad, en ese ámbito de crueldad sin límites se madura la conciencia tierna y se endurece el despertar juvenil de Poncio. Ya después de los 20 años, él, fornido y audaz, que atraviesa a nado el río Yaque del Norte, que ha leído obras revolucionarias como ‘La Madre’ de Máximo Gorki, que viste con kepis militar y espejuelos negros, piensa enrolarse en la Legión Extranjera junto a un grupo de amigos, para luchar a favor de los republicanos españoles. De ahora en adelante, en Poncio se abrirá paso el concepto de libertad como una energía poderosa, a modo de un vendaval indetenible que lo llevará, años más tarde, a la cúspide del sacrificio; en el extremo de una audacia lindante con los inspirados ardores de la inmolación. Estará él, entonces, erguido y dispuesto, junto al puñado de hombres en aquel fervoroso gesto patriótico que encendió las ansias de libertad de los dominicanos.

A los 21 años, Poncio y algunos amigos —Guaroa Félix Pepín, Saúl Petitón, Julio Raúl Durán García— crean la revista ‘Atalaya’ para divulgar, según él nos dice, “las ideas democráticas que afloraban en nuestras mentes”. Pero la pequeña revista se extingue a las cinco ediciones, y Poncio habrá de buscar nuevas formas de lucha contra la opresión. Ahora se traslada a Mao, a la casa de su tío Fello Saleta Pichardo, y allí es detenido por primera vez, mientras baila en el Club de Damas de la sociedad maeña. Después de su traslado a la fortaleza Ozama de Santo Domingo, tras el interrogatorio a que lo someten Negro Trujillo, Fausto Caamaño, el coronel Juan Hernández, el capitán Eugenio de Marchena y el licenciado Manuel Arturo Peña Batlle, Poncio es enviado a la cárcel de Duvergé con el objeto de conocer, según palabras de Peña Batlle, “la obra de dominicanización que el Jefe viene realizando en los pueblos fronterizos”.

La prisión en Duvergé se prolonga durante siete meses. Trujillo lo pone en libertad el Día de Reyes de 1944. Más tarde, en 1946, Poncio es apresado de nuevo por su apoyo a los movimientos huelguísticos que dirige Mauricio Báez en San Pedro de Macorís. La justicia trujillista lo condena a seis meses de prisión por “porte ilegal de arma blanca”. Luego, en un juicio celebrado a las seis de la mañana, con dos testigos desconocidos y sin que el juez le preguntara siquiera su nombre, el régimen le añade un año de prisión a la pena de Poncio. El 27 de febrero de 1949, después de dos años y cuatro días en prisión (con un año y ocho meses en solitaria), Poncio es indultado. Así, acorralado por el régimen y obligado a presentarse cada día al Cuartel General de la Policía, a Poncio sólo le quedará una opción: el exilio.La prisión en Duvergé se prolonga durante siete meses. Trujillo lo pone en libertad el Día de Reyes de 1944. Más tarde, en 1946, Poncio es apresado de nuevo por su apoyo a los movimientos huelguísticos que dirige Mauricio Báez en San Pedro de Macorís. La justicia trujillista lo condena a seis meses de prisión por “porte ilegal de arma blanca”. Luego, en un juicio celebrado a las seis de la mañana, con dos testigos desconocidos y sin que el juez le preguntara siquiera su nombre, el régimen le añade un año de prisión a la pena de Poncio. El 27 de febrero de 1949, después de dos años y cuatro días en prisión (con un año y ocho meses en solitaria), Poncio es indultado. Así, acorralado por el régimen y obligado a presentarse cada día al Cuartel General de la Policía, a Poncio sólo le quedará una opción: el exilio.

Su asilo en la Embajada de México le permite obtener un salvoconducto para viajar a Venezuela. En la patria de Bolívar y Miranda, él se enrola en la lucha contra Marcos Pérez Jiménez. Al caer en 1958 el régimen del dictador venezolano, Poncio reanuda sus actividades antitrujillistas y forma parte del grupo constituyente de la Unión Patriótica Dominicana, junto a Reinaldo Sintiago Pou, Nicanor Saleta Arias, Enrique Jimenes Moya, Corpito Pérez Cabral, Francisco Canto y una veintena de dominicanos en el destierro.

La Unión Patriótica Dominicana envía una carta a Fidel Castro, sublevado en la Sierra Maestra, solicitándole su compromiso de patrocinar una invasión armada a la República Dominicana, luego del inminente triunfo de aquella poderosa revolución que Castro dirigía en el corazón de todos los cubanos. El emisario que entrega el documento es Enrique Jimenes Moya. Era el 23 de noviembre de 1958. Cinco semanas después, triunfa en Cuba el Movimiento 26 de Julio, y con ese acontecimiento reverdecen las ilusiones del exilio dominicano para derrocar la dictadura de Trujillo.

Fidel Castro cumple el compromiso. A finales de enero de 1959, el victorioso comandante llama a los exiliados dominicanos para definir los detalles de la invasión armada. Se inicia el reclutamiento de los guerreros. Poncio viaja desde Venezuela, en un avión de la Fuerza Aérea Cubana, con 46 voluntarios. Su destino es el Campamento Mil Cumbres, cerca de la cordillera de Los Órganos. Allí se congregan doscientos veinte hombres: de la República Dominicana, de Cuba, de Venezuela, de Puerto Rico, de los Estados Unidos, de Guatemala, de España. Dentro de poco tiempo, el instructor y comandante del Campamento Mil Cumbres se llamará José Horacio Rodríguez Vásquez.  Rómulo Betancourt aporta 250 mil dólares a la causa de la sublevación dominicana.
Fidel entrega los pertrechos y las armas de guerra. Para que la revolución dominicana no fuese catalogada de “fidelista”, se prohíbe a los expedicionarios el uso de barba y pelo largo. A las tres de la tarde del domingo 14 de junio de 1959 sale de Cuba un avión con cincuenta y cuatro combatientes. El destino es Constanza. El resto de los expedicionarios se hace a la mar, en dos embarcaciones, el día anterior. La trayectoria los conduce, seis días después, hasta Maimón y Estero Hondo, en las imprevistas riberas del Atlántico.

El avión está pintado con los colores y las insignias de la Fuerza Aérea Dominicana, de la Fuerza Aérea trujillista. Lo que se trata es de confundir a los soldados de guardia en el aeródromo de Constanza, y de tomar las montañas vecinas sin mayores contratiempos. Pero, al aterrizar, la fuerza de los motores del avión lanza por los aires el tablón que habrían de emplear los guerrilleros para descender de la aeronave. Poncio y todos sus compañeros, así, cargados con mochilas y armas, tienen que lanzarse a tierra, sin ayuda ninguna, desde una altura de tres metros. En este primer inconveniente, José Antonio Spignolio pierde los planos de la operación militar y la estrategia guerrillera de la expedición.

El grupo se divide en dos: treinta y cuatro hombres al mando de Enrique Jimenes Moya, Comandante del frente guerrillero; y veinte (Poncio entre ellos) bajo la dirección de Delio Gómez Ochoa. Con gran candor, Johnny Puigsubirá-Miniño escribe en su diario de campaña: “Hemos ganado los dos primeros asaltos al tirano: el desembarco y la seguridad de la selva”.

Los veinte guerrilleros se internan en la montaña tras un disperso tiroteo. Los aviones trujillistas sobrevuelan pronto el escenario de guerra. Sin embargo, un adversario más brutal que el tirano se hará presente poco tiempo después en las montañas del combate; un enemigo más ardiente que la voluntad de batallar, más poderoso quizá que las propias fuerzas de los luchadores: el hambre. Hambre alucinante y sorda, pertinaz; hambre que no mitiga ni aquieta la serranía desolada. A partir del cuarto día, la vida de los expedicionarios se transforma en un combate contra ellos mismos: buscar alimentos, esquivar las tropas de la dictadura, vagar trabajosamente por las lomas, buscar de nuevo alimentos… sobrevivir.

Ha transcurrido casi un mes después del desembarco. Sólo quedan seis hombres del grupo original de veinte: seis criaturas vencidas por el frío, el hambre, los campesinos ignorantes, la soledad, el desamparo. La guerrilla está descalabrada. El ensueño de libertad ha sido roto. Un sacerdote franciscano se ofrece como mediador para la entrega de los sobrevivientes.

Ya es el 10 de julio y los guerrilleros son conducidos a un poblado cerca de Constanza. La muchedumbre se abalanza encima de los prisioneros, los escupe y pide sus cabezas (la historia, burlonamente, se imita a sí misma en todos los martirios). Ahora es la chirona de Constanza y luego será la cárcel de San Isidro y los interrogatorios y el calabozo de la 40; y, finalmente, el juicio y la condena. Y apenas aquel puñado de sobrevivientes…

Poncio ha estado siete meses en la cárcel, junto a sus compañeros Mayobanex Vargas y Vargas, Francisco Merardo Germán y Gonzalo Almonte Pacheco. El simulado indulto ocurre en febrero de 1960. Poncio habrá de permanecer recluido, aislado en su casa, durante nueve meses, so pena de retornar a las gayolas del régimen. Y de nuevo el exilio, en noviembre de 1960. Y otra vez la conspiración, en Venezuela, como instructor en el campamento de Choroní. Por fin, la muerte del tirano, el 30 de mayo de 1961, y su feliz aunque escabroso regreso a la República Dominicana.

Después de tan larga proeza, al término de esta saga que no duerme, estamos convencidos de que sólo el altruismo, la generosidad y la hidalguía han sido los protagonistas de este relato. Y en una libertad que él ha construido con su esfuerzo, Poncio no pide ni pretende nada. Todo su empeño, la dilatada batalla de su vida ha sido únicamente el fruto de un impenitente amor a la libertad, de una obcecada devoción a la dignidad, del más intransigente apego a la honradez y a la templanza.    Héroe, dijo José Ortega y Gasset, es quien quiere ser él mismo. Y Poncio, que no cesa jamás en su autenticidad, ha sido un héroe prominente y ejemplar: héroe en su lucha contra los monstruos, contra los demonios de la perversión; héroe ético, héroe civil que jamás ha reclamado nada, que jamás ha pretendido algo más allá que el amor de su familia, de sus compañeros de lucha y de sus amigos.

La primera victoria del héroe es la que obtiene sobre sí mismo. Y Poncio Pou Saleta, que arriesgó incesantemente su vida por la independencia de todos nosotros, que dejó su juventud en las ergástulas, que comprometió sin tasa todo cuanto tenía y todo cuanto era; Poncio, repito, triunfó sobre sí mismo, sobre las humanas debilidades, sobre la vanidad, sobre la soberbia. Claro que sí, en una época carente de heroísmo, en unos días ausentes de grandeza, Poncio cosecha, con más derecho que ningún dominicano, el título de héroe moral, de héroe de la pureza nacional.Al presentar este libro, me inclino con fervor, con respeto, con agradecimiento, ante los héroes y mártires de la lucha antitrujillista. Y ruego que esta narración memorable que ha escrito Poncio Pou Saleta para todos nosotros, que este relato de bravura y vicisitudes sin igual contribuya a perpetuar el fuego votivo que en nuestro espíritu ilumina la memoria de la Raza Inmortal.

________________________________________La presentación del libro de Poncio Pou Saleta tuvo lugar en el auditorio de la Asociación La Vega Real de Ahorros y Préstamos, en la ciudad de La Vega, República Dominicana, el 18 febrero de 1999.

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